2020-05-06

OPINIÓN | “Jarpa hizo perro muerto” por Paulina Morales

Sergio Onofre Jarpa no fue un demócrata como hoy se lo intenta presentar. Tampoco el hombre intachable del que se habla en estas horas. Fue un hombre que entendió cuándo había que estar de un lado o de otro, cuándo hablar y cuándo callar, cuándo vociferar con violencia o cuándo parecer dialogante, cuándo en servicio activo o cuándo retirarse de la vida pública ante la amenaza de ser alcanzado por los brazos de la justicia internacional.

Recuerdo perfectamente su cara, su tono de voz de patrón de fundo y sus años de gloria como Ministro del Interior durante la dictadura. Lo recuerdo porque fue en un período especialmente duro para Chile, cuando comenzaban las masivas protestas callejeras, aquellas que por primera vez hicieron temblar al régimen. En ese escenario, Pinochet nombró a Jarpa en dicho ministerio, quedando a cargo de la seguridad interior del Estado entre 1983 y 1985. En Jarpa confluía ese cariz campechano que intimidaba a algunos y daba seguridad a otros.

Proveniente de un tronco agrario-laborista, el año 1966 se integra a las filas del Partido Nacional llegando a presidir dicha colectividad durante el gobierno de Salvador Allende, desde cuya trinchera fue uno de sus más enconados detractores. A través del diario Tribuna –del cual fue uno de sus fundadores- esparció sus mensajes de odio contra el proyecto transformador de la Unidad Popular en marcha. Así, en el marco de su campaña senatorial de 1973, invitaba a votar por él con el siguiente mensaje: “Un voto más para Jarpa es un día menos para la UP” (…) “En los momentos más graves, cuando todos los chilenos deben definirse, el Partido Nacional ha tenido una sola línea: Oponerse a la UP, sin complejos… sin diálogos… sin vacilaciones” (propaganda de campaña, 1º de marzo de 1973). Al día siguiente, en el mismo medio, sostenía: “Si no hay garantías para trabajar y vivir con un mínimo de seguridad, llegará el momento en que cada chileno tendrá que hacer justicia por su propia mano y devolver bala por bala”. No podría decirse que estas palabras fueran el reflejo de un espíritu democrático y constructivo en pos del bien del país.

Diez años más tarde, cuando el dictador anunció la salida de 18 mil militares a las calles para contener las protestas, durante los días 11 y 12 de agosto de 1983, Jarpa era su mano derecha en Interior y desde allí intentó hacer frente a la agudización de la crisis de legitimidad de la dictadura, que resultaba ya imposible de ser ocultada. Esas dos jornadas se saldaron con cerca de 30 muertos producto de allanamientos, balazos desde automóviles en marcha o ‘balas locas’. Él junto a Pinochet, fue el responsable político de dicha masacre.

Más aún, tal como lo consignó la Comisión Rettig, durante su período como ministro del interior se sucedieron decenas de muertes a manos de los servicios de seguridad del Estado. Algunas fueron fruto de acciones concertadas, como la ocurrida el 7 de septiembre de 1983, cuando la CNI ejecutó a cinco miristas en dos operaciones simultáneas, una en calle Fuenteovejuna (Las Condes) y otra en Janequeo (Quinta Normal). Por esta causa, años más tarde, Jarpa declaró como inculpado.

Junto a ello, no dudó en aplicar la Ley de Seguridad Interior del Estado para clausurar medios y censurar opiniones disidentes al régimen, lo que terminó con ediciones de revista HoyApsi y Análisis con páginas en blanco. Las detenciones, amedrentamientos, golpizas y relegaciones de periodistas bajo su mandato también forman parte de su legado, así como los allanamientos masivos en poblaciones.

En razón de esos y otros antecedes, el juez español Baltazar Garzón interpuso en 1999 una orden de captura internacional por las violaciones a los derechos humanos ocurridas durante la dictadura contra 36 colaboradores civiles y militares de Pinochet, entre ellos Sergio Onofre Jarpa.

En 2004 su nombre apareció incluido en el reportaje publicado por La Nación Domingo bajo el título «La cara civil de la tortura: los top ten», en donde comparte podio con otros demócratas ejemplares como Sergio Fernández, Jovino Novoa, Ricardo Claro, Ambrosio Rodríguez y Sergio Diez.

No obstante todo lo anterior, murió en la más completa impunidad. No fue condenado ni menos pasó un solo día en la cárcel, al igual que muchos cómplices pasivos y activos de la dictadura.

En estas horas, ya fallecido, se lo intenta mostrar como un paladín de la democracia, aduciendo espurias razones. Que en la noche del 5 de octubre reconoció el triunfo del NO en un programa de televisión. Que fue opositor a los Chicago Boys, cierto, pero solo declarativamente, porque bien le vino un régimen y un modelo que –de la forma que fuera- cuidó de su patrimonio. Que promovió la articulación del Acuerdo Nacional de 1985, firmado el 25 de agosto de ese año por actores políticos de un amplio espectro (exceptuando hacia la izquierda al PC, al MIR, al PS-Almeyda y a algunas facciones de la IC y del MAPU). Pero bien sabemos hoy, con la distancia de los años y la evidencia de los hechos, que se trató de una transición a medida de los intereses de la derecha política y empresarial, resistida desde los sectores más pinochetistas como la UDI y Avanzada Nacional. La llegada de Jarpa a Interior terminó reflejando la nula voluntad de Pinochet para democratizar el país, en contraposición (aparente) a los intentos de diálogo que propiciaba su ministro, en una clara muestra de la aplicación de la estrategia de “la zanahoria y el garrote” como se conoce coloquialmente a dicha maniobra.

En el colmo de lo absurdo, hoy se lo intenta dotar con un halo democrático porque murió el mismo día en que Patricio Aylwin hace cuatro años, como si esto tuviese un significado sobrenatural en vez de ser fruto de la mera probabilística. Basta recordar la paradoja numérica de que Pinochet muere un 10 de diciembre, coincidiendo con el Día Internacional de los Derechos Humanos establecido por Naciones Unidas y con el cumpleaños de su esposa Lucía Hiriart… O que Sergio Onofre Jarpa nació un 8 de marzo, aunque nunca le hallamos escuchado hablar a favor de los derechos de las mujeres…

No. Sergio Onofre Jarpa no fue un demócrata como hoy se lo intenta presentar. Tampoco el hombre intachable del que se habla en estas horas. Fue un hombre que entendió cuándo había que estar de un lado o de otro, cuándo hablar y cuándo callar, cuándo vociferar con violencia o cuándo parecer dialogante, cuándo en servicio activo o cuándo retirarse de la vida pública ante la amenaza de ser alcanzado por los brazos de la justicia internacional.

Casualmente, pienso, le ha venido bien morir en medio de esta pandemia por Coronavirus para pasar lo más desapercibido posible. Muy probablemente, siguiendo las instrucciones sanitarias del momento, será enterrado entre pocas personas, sin contramanifestaciones, aunque también sin discursos grandilocuentes que lo ensalcen como un gran demócrata sin la menor alusión a sus manos manchadas de sangre. Con su entierro express, sus cuentas seguirán pendientes. O sea, como reza el dicho popular, hizo perro muerto.

Paulina Morales Aguilera, Académica Departamento de Trabajo Social UAH.

Revisa la columna original en El Desconcierto

*Las opiniones vertidas en esta columna no necesariamente representan el pensamiento de la institución.